Me gustaría decir que yo me formé en la alta cocina desde que empecé a cocinar con Jean Pierre Rivault allá por el año 99 y que entiendo la importancia que tiene para nuestra profesión. Sin embargo NO toda la cocina tiene que ser alta cocina. Tenemos que darnos cuenta como cocineros que nuestra posición implica una gran responsabilidad y es fundamental que reestablezcamos nuestros lazos con las motivaciones que nos hicieron aceptar esta profesión cuando ésta nos encontró. Sómos cocineros. Nuestro trabajo es dar de comer y defender a muerte la vida, la naturaleza y los recursos que de ella obtenemos y sin los cuales no podríamos trabajar con la conciencia tranquila.
David de Jorge gigante culinario, heredero de Berasategui y Robuchón de quien aprendió a hacer el mejor puré de papas del universo, nos regala estas lineas en donde más de uno podrá reconocerse o no, sin embargo sus palabras no nos sonarán extrañas a ninguno pues estoy convencido de que en más de una ocasión todos nos hemos preguntado en algún momento de nuestra carrera si estamos en bando correcto. Después de leerlo. Lo sabrás. TE LO PROMETO.
Aqui les dejo este fragmento del libro "Con la cocina no se juega" pp. 25-27. Autor David de Jorge Eceizabarrena. Editorial Debate 2010.
"Algunos escritores culinarios tienen el descaro de presentar un recetario como si todas las recetas hubiesen sido inventadas desde cero en los meses inmediatos que preceden a su publicación; Grigson no sólo cita, sino que elogia las fuentes originales y las recetas ajenas. Algunos autores son fatuamente contemporáneos y exudan un sentimiento de superioridad sobre los viejos tiempos, en que sabían menos y disponían de menos ingredientes; Grigson considera que el presente no es el momento culminante de una curva, siempre ascendente de tecnología y sentido común, sino un momento más en un proceso antiguo y continuado. En realidad, en muchos sentidos somos cocineros menos refinados y tenemos menos éxito que las generaciones anteriores. La maquinaria nos ha vuelto perezosos; la aceleración de la vida nos ha hecho impacientes; el transporte aéreo y el congelador han disminuido nuestro sentido de las estaciones y la facilidad con que disponemos de productos extranjeros nos incita a desdeñar los propios..." JULIAN BARNES
Todos los que me conocen saben que respeto al guisandero y que
nunca toco la pinga al chef honrado y currado que trabaja en si-
lencio. El resturante es un reciente invento de apenas tres siglos
de vida que ha procurado chicha al hambriento, caldo al sediento,
confort al fatigado y lumbre al resfriado.
Si uno consulta la historia y se acerca a los párrafos en los que
se detallan los pormenores de este feliz alumbramiento, compro-
bará que el primerísimo local exhibió sobre su puerta un feliz
latinajo, venita ad me omnes qui stomacho laboratis et ego res-
taurabo vox. Generosa declaración de principios para alicatar el
estómago, reparando el apetito. Pax in terra.
¿A quién agrada hoy que lo reciban en la mesa un frío medio-
día de invierno con un consomé granizado helado de culo de
pollo y sus tres trufas? ¿Es que no hay un caldo caliente en la co-
cina? ¿Quién soporta comidas de tres horas? Los listados infinitos
de ocurrencias y genialidades suplantan lo que hasta hace bien
poco era el terreno infranqueable del comensal sentado a la mesa,
protagonista y propietario de un tiempo, sugiriendo pausas, soli-
citando consejo o anunciando sus apetencias para sentirse el rey
del mundo gracias a una experiencia provocada por él, reprodu-
cida en cocina y sala para su disfrute.
Lo que al egochef le mola es la "cocina del discursito", me-
chada de identidad, innovación o levedad, evocadora de paisajes,
repleta de trazos impresos sobre panzas de vajillas de postín, leves
toques florales con tintes vegetales tibios y demás enseres de chi-
chinabería inútil. Para morirse de la risa, tía Felisa.
Estoy harto de esa cantinela que nos sugiere sentarnos en cier-
tas mesas para adquirir ración XXL de intelectualidad y todas esa
fanfarria de alimentar alma y espíritu que pretenden algunos co-
cineros mustios que imparten misa diaria en lugar de cocinar sa-
broso y con arrojo; "tu no sabes nada", nos largan.
Procuro la ingesta del tazón diario de caldo cultural escu-
chando música celestial o leyendo, algo que me procura un efec-
to plácido, sedante, y me proporciona una sensación de felicidad
y reposo delicioso. Sólo aspiro a comer con sentido común, que
es, por cierto, el menos común de los sentidos de nuestra tonta
gastronomía contemporánea.
Lo confieso, sí, me creí toda esta cerebral pelmada y no tuve
agallas para reconocer que la cocina de altos vuelos bien hecha,
antes de chutarnos la sesera, ha de asentarse bien en el vientre
dejando pringue a su paso hasta la boca del ano.
El egochef hornea, macera, filtra, destila, fermenta, hierve y
tuesta en sartenes, estufas, cazos, hornos, y salamandras. Concen-
tra su vida en un grano de café, en una montaña de avellanas, pela
pájaros, eviscera búfalos, escama sargos, golpea masas, desloma
peces minúsculos, retira hollejo a pequeños granos, despepita
uvas y cristaliza fideos. Se lo curra de lo lindo, no hay duda. Pero
nos da la murga y eso, amigos, no se perdona.
Olvida, por último, que no hay nada más grande que un local
feliz repleto de gente sencilla, obreros o capitanes garfio malen-
carados y pendejos que ansían jamar cocina sencilla, gozosa y
festiva: guisos de la infancia, bocatas chorreantes, sopas lujuriosas,
montañas de marisco, pedazos de carne, puré de patata, verdura
jugosa, vino de la tierra y cerveza fresca.
El patético egochef se pelea a garochazos con sus colegas y
tira por la borda el crédito de un oficio feliz, sonrojando a quie-
nes cocinan y se baten el cobre en el más puro anonimato.
Que se lo miren. Pena, penita, pena.
Todos los que me conocen saben que respeto al guisandero y que
nunca toco la pinga al chef honrado y currado que trabaja en si-
lencio. El resturante es un reciente invento de apenas tres siglos
de vida que ha procurado chicha al hambriento, caldo al sediento,
confort al fatigado y lumbre al resfriado.
Si uno consulta la historia y se acerca a los párrafos en los que
se detallan los pormenores de este feliz alumbramiento, compro-
bará que el primerísimo local exhibió sobre su puerta un feliz
latinajo, venita ad me omnes qui stomacho laboratis et ego res-
taurabo vox. Generosa declaración de principios para alicatar el
estómago, reparando el apetito. Pax in terra.
¿A quién agrada hoy que lo reciban en la mesa un frío medio-
día de invierno con un consomé granizado helado de culo de
pollo y sus tres trufas? ¿Es que no hay un caldo caliente en la co-
cina? ¿Quién soporta comidas de tres horas? Los listados infinitos
de ocurrencias y genialidades suplantan lo que hasta hace bien
poco era el terreno infranqueable del comensal sentado a la mesa,
protagonista y propietario de un tiempo, sugiriendo pausas, soli-
citando consejo o anunciando sus apetencias para sentirse el rey
del mundo gracias a una experiencia provocada por él, reprodu-
cida en cocina y sala para su disfrute.
Lo que al egochef le mola es la "cocina del discursito", me-
chada de identidad, innovación o levedad, evocadora de paisajes,
repleta de trazos impresos sobre panzas de vajillas de postín, leves
toques florales con tintes vegetales tibios y demás enseres de chi-
chinabería inútil. Para morirse de la risa, tía Felisa.
Estoy harto de esa cantinela que nos sugiere sentarnos en cier-
tas mesas para adquirir ración XXL de intelectualidad y todas esa
fanfarria de alimentar alma y espíritu que pretenden algunos co-
cineros mustios que imparten misa diaria en lugar de cocinar sa-
broso y con arrojo; "tu no sabes nada", nos largan.
Procuro la ingesta del tazón diario de caldo cultural escu-
chando música celestial o leyendo, algo que me procura un efec-
to plácido, sedante, y me proporciona una sensación de felicidad
y reposo delicioso. Sólo aspiro a comer con sentido común, que
es, por cierto, el menos común de los sentidos de nuestra tonta
gastronomía contemporánea.
Lo confieso, sí, me creí toda esta cerebral pelmada y no tuve
agallas para reconocer que la cocina de altos vuelos bien hecha,
antes de chutarnos la sesera, ha de asentarse bien en el vientre
dejando pringue a su paso hasta la boca del ano.
El egochef hornea, macera, filtra, destila, fermenta, hierve y
tuesta en sartenes, estufas, cazos, hornos, y salamandras. Concen-
tra su vida en un grano de café, en una montaña de avellanas, pela
pájaros, eviscera búfalos, escama sargos, golpea masas, desloma
peces minúsculos, retira hollejo a pequeños granos, despepita
uvas y cristaliza fideos. Se lo curra de lo lindo, no hay duda. Pero
nos da la murga y eso, amigos, no se perdona.
Olvida, por último, que no hay nada más grande que un local
feliz repleto de gente sencilla, obreros o capitanes garfio malen-
carados y pendejos que ansían jamar cocina sencilla, gozosa y
festiva: guisos de la infancia, bocatas chorreantes, sopas lujuriosas,
montañas de marisco, pedazos de carne, puré de patata, verdura
jugosa, vino de la tierra y cerveza fresca.
El patético egochef se pelea a garochazos con sus colegas y
tira por la borda el crédito de un oficio feliz, sonrojando a quie-
nes cocinan y se baten el cobre en el más puro anonimato.
Que se lo miren. Pena, penita, pena.
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